El espía sobre el que cayó el peso del destino del gran imperio español
El rey Felipe II depositó toda su confianza en él.

En los días en que el Imperio español se extendía de América a Asia, cuando los enemigos crecían a las puertas de Europa y los ejércitos no bastaban para defender una Monarquía sobre la que no se ponía el sol, Felipe II depositó su confianza en un solo hombre que operaba en la sombra.
Fue Bernardino de Mendoza, el espía que sostuvo, con redes secretas y tinta invisible, el peso de una potencia mundial. Fue el cerebro oculto de una maquinaria de inteligencia que permitió a España maniobrar en dos de los escenarios más peligrosos de la época: la Inglaterra protestante de Isabel I y la Francia desgarrada por las guerras civiles.
Con su trabajo, Mendoza, sentó las bases de una forma moderna de espionaje que se adelantó siglos a su tiempo. Sin embargo, la historia le ha relegado a un segundo plano, pero sin su red secreta, sin sus despachos cifrados y su visión implacable, el Imperio español quizá no habría resistido las tormentas del siglo XVI.
El espionaje español en sus mejores años
Los espías han existido desde la Antigüedad, de hecho, los romanos ya contaban con redes como las del Castra Peregrina en el siglo II. Sin embargo, el reinado de Felipe II elevó el espionaje a una política de Estado. La administración imperial requería información constante sobre el territorio y la diplomacia, hasta entonces centrada en misiones puntuales, evolucionó en una estructura permanente de representación y recolección secreta de inteligencia.
Según relatan los historiadores Javier Marcos Rivas y Carlos Carnicer García, esta profesionalización de los servicios secretos fue paralela al nacimiento de la diplomacia moderna. Y nadie supo ejecutarla con más precisión que el rey Prudente, que desplegó embajadas y redes de informadores por toda Europa.
Un espía diplomático y estratega
Nacido en Guadalajara en 1540 en una familia noble de 18 hermanos, Bernardino de Mendoza parecía destinado a una carrera tranquila. Pero eligió el riesgo y se alistó, combatió en Flandes y ascendió hasta convertirse en un estrecho colaborador de Don Juan de Austria. Su primera gran misión fue conseguir fondos y refuerzos para los ejércitos de los Países Bajos y, tras su éxito, llamó la atención de Felipe II.
El momento crucial llegó cuando fue enviado a Londres, en pleno deterioro de las relaciones entre España e Inglaterra. Desde su puesto como embajador, Mendoza construyó una red de informadores infiltrada en la corte de Isabel I.
Mantuvo correspondencia secreta con María Estuardo, aspirante católica al trono, y participó en el complot de Throckmorton para destronar a la reina protestante. Pero, contra todo pronóstico, el plan fracasó. Descubierto, Mendoza fue expulsado del país en 1584. Sin embargo, recibió un nuevo y más complejo encargo y fue destinado a Francia, un reino sumido en las Guerras de Religión, entre católicos y protestantes.
En el centro de la conspiración
Desde la embajada en París, Mendoza tejió una nueva red de espías y canalizó fondos a la Liga Católica francesa. Maniobró para que el papado excomulgara al protestante Enrique de Navarra, heredero al trono, e intentó imponer una sucesión favorable a los intereses españoles.
Gracias a sus acciones, el Imperio español logró bloquear durante años el avance protestante en Francia y acercar al país vecino a la órbita hispánica. La embajada en París se convirtió en un auténtico cuartel general de operaciones, desde donde Mendoza gestionaba alianzas, manipulaba intrigas y dirigía la política europea desde las sombras.
En 1591, ciego y desgastado, Mendoza regresó a España con honores. Compró una casa junto al convento de Santa Ana y se dedicó a escribir tratados sobre política y estrategia, muchos de los cuales fueron traducidos y consultados durante generaciones.