¿Hacia un servicio cívicomilitar europeo?
El servicio militar obligatorio, que ha desaparecido de prácticamente todo el occidente, no sería una buena solución por diversas razones, incluso históricas. Lo que sí sería deseable es crear un voluntariado europeo cívico-militar.

Las grandes democracias occidentales, y también la española, sienten un pudor especial a la hora de ocuparse de la Defensa, de la seguridad, tanto singular —propia de cada país— como colectiva —del conjunto de países que forman la OTAN— que de momento, a pesar de las excentricidades de Trump y del trumpismo, está a cargo de la Alianza Atlántica, que preserva a sus miembros de la voracidad autocrática, que va cambiando de rostro, pero que indudablemente evoca todavía a las antiguas potencias del EJE.
La agresión de Rusia a Ucrania, que difícilmente puede comprender, y mucho menos admitir, quien rechace radicalmente el uso de la violencia como sistema de resolución de conflictos, nos ha despertado a los occidentales de un cómodo adormecimiento que se basaba en la tranquilidad de estar bajo el manto protector de la potencia hegemónica, criticada y denostada frecuentemente pero una garantía de seguridad incuestionada hasta la primera llegada de Trump a la Casa Blanca. Tras el final de la Guerra Fría, la hipótesis de la ‘guerra caliente’ provocada por un dictador corrupto como Putin ya se ha materializado en forma de una durísima guerra convencional en Ucrania. Occidente se ha movilizado… pero la respuesta que ha parado los pies a Putin y ha evitado la caída del pequeño país centroeuropeo ante la agresión rusa ha sido la que han proporcionado los Estados Unidos. Biden entendió que la estabilidad del mundo no podía permitir el éxito expansionista de Putin y, dada la impotencia militar de Europa, plantó cara al agresor hasta detenerlo y forzar una guerra de desgaste, que Trump ha heredado.
Durante el primer mandato de Trump, este ya afeó a la UE el escaso interés de los veintisiete en su propia defensa, y en su habitual tono desabrido y molesto amenazó a sus socios de la Alianza con desentenderse de ellos si los países europeos no reforzaban su contribución a la seguridad común. El aviso se ha reforzado ahora, cuando la guerra ya no es una simple hipótesis, sino una desagradable realidad, y los miembros de la OTAN han corrido a elevar sus presupuestos para atender suficientemente a unas necesidades defensivas que son reales y tangibles.
La personalidad atrabiliaria de Trump, que lo vuelve un personaje odioso, no puede hacernos olvidar que en dos ocasiones, hace unas cuantas décadas, los Estados Unidos han salvado a Europa de sus propios fantasmas. Washington tiene, pues, autoridad moral bastante para exigir a sus socios trasatlánticos que se involucren en su propia seguridad. Como es evidente, el asunto tiene una dimensión económica, pero sobre todo política: los norteamericanos tienen perfecto derecho a irritarse cuando ven que, a pesar de que soportan el peso principal de la guerra de Ucrania, hay una seria resistencia social al rearme en varios países europeos. En España, por ejemplo, el Gobierno de Sánchez, que entiende lo que está pasando, encuentra una poco razonable oposición en sus propios aliados a la hora de elevar la contribución española a la defensa europea. La izquierda radical española afirma, como si no fuera obvio, que hay que dar preferencia al gasto social sobre el gasto militar, pero no parece entender que si tuviéramos que enfrentarnos a una situación como la ucraniana, el concepto de 'gasto social' habría perdido incluso el sentido.
Un país que sí ha sido consciente de lo que está pasando y se dispone a actuar en consecuencia es Alemania, donde socialcristianos y socialdemócratas acaban de ponerse a gobernar juntos. Tras el fin de la Guerra Fría, el gasto militar alemán se redujo del 2,53% del PIB en 1989 (año de la caída del Muro de Berlín) al 1,32% en 2021. Por añadidura, en 2009, año de la gran crisis económica, se estableció el llamado "freno de la deuda", una disposición constitucional que limitaba estrictamente el endeudamiento del gobierno federal a sólo el 0,35% del PIB.
Pues bien: el pasado marzo, una mayoría de dos tercios de los parlamentarios del Bundestag —513 votos a favor (CDU-CSU, SPD y Verdes) y 207 en contra— se pronunció a favor de reformar la Constitución para permitir que el gasto de defensa ya no esté sometido a dicho “freno”, con lo que está en marcha un rearme sin precedentes de la primera potencia económica europea, encaminada a disuadir a Putin de nuevas aventuras.
Cuando se desencadenó la guerra de Ucrania, Berlín dispuso un fondo especial de emergencia de 100.000 millones de euros que todavía se está ejecutando, pero tras esta reforma ya no hay límite a la inversión alemana en defensa. Y ahora, el recién formado gobierno alemán está planteándose ampliar el tamaño del ejército. En su primer discurso parlamentario desde que el nuevo gobierno asumió el cargo, el ministro de Defensa, Boris Pistorius, ha dicho que este año comenzará un nuevo programa de reclutamiento militar voluntario para reconstruir el ejército alemán, que cuenta con pocos efectivos. "Hemos acordado que inicialmente recurriremos al voluntariado, a un servicio inicialmente voluntario cuyo objetivo es animar a los jóvenes a servir a su país", dijo. "Y lo digo con toda sinceridad: el énfasis también está en 'inicialmente', por si no logramos reclutar suficientes voluntarios". En otras palabras, no se descarta llegar al servicio obligatorio si las circunstancias lo exigieran.
El servicio militar obligatorio, que ha desaparecido de prácticamente todo el occidente, no sería una buena solución por diversas razones, incluso históricas. Lo que sí sería deseable es crear un voluntariado europeo cívico-militar. Habría que buscar una fórmula en cierta manera equivalente al Erasmus, que incluyera una amplia gama de servicios a la comunidad —incluso una fracción destinada al ejército— y que estuviera completamente internacionalizada, de forma que los voluntarios pudieran elegir libremente el país donde prestarían el servicio.
Probablemente, una institución de esta clase sería un antídoto contra el nacionalismo primario y generaría una ciudadanía europea, muy necesaria. Al propio tiempo, popularizaría la internacionalización en el ámbito europeo, que hoy queda reservada a los universitarios. Deberían pensarlo quienes tienen la capacidad de decisión porque estamos en tiempos de cambios atrevidos y de reformas audaces.
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