'La Patética', Miguel del Arco is (welcome) back
Cuando Miguel del Arco pisa el escenario no hay zona de confort.

Imagínese que es un reputado director de orquesta obsesionado con Tchaikovsky y lo ruso. Al que la vida le va genial en lo personal y en lo profesional. Y le diagnostican una enfermedad con muy mal pronóstico. Cuyo tratamiento lo único que permitiría es prolongar durante poco tiempo la agonía y hacerla aún más penosa que la evolución normal de la enfermedad.
Todo un drama ¿verdad? Pues bien, Miguel del Arco lo convierte en una comedia titulada La patética que estrenó el jueves pasado en el Teatro Valle-Inclán del Centro Dramático Nacional. Un estreno al estilo del desaparecido Teatro Pavón Kamikaze. Lleno de glamur cultural. Del que se llena de periodistas, críticos y, por supuesto, de los profesionales mejor considerados del teatro. Y, también, lleno de un público que se siente afortunado por estar allí. Que hacía tiempo que este artista no presentaba algo verdaderamente nuevo y propio.
Una comedia que muestra el conocimiento y el amor que este dramaturgo y director de escena tiene por la música clásica. Siendo la primera muestra el título de la obra, que corresponde al nombre con el que se conoce la Sinfonía nº 6 de Tchaikovsky. Partitura que muchos de los grandes directores de orquesta han atacado, como el Rubicón que no pueden dejar de pasar en sus carreras. Y que el protagonista trata de grabar ofreciendo una lectura personal, que aporte algo a las ya existentes.
Un impulso artístico en el que le acompaña un amigo o sosias imaginario. El espíritu de un Tchaikovsky que comenta las ideas, a veces de bombero, que se le ocurren al director de orquesta. Tratando de que no cometa los mismos errores que él. Como que no se case o tontee en público con mujeres, de cara a los medios, para esconder su homosexualidad. Pero, sobre todo, que no se deje llevar por un sentimiento trágico y celotípico de la vida, que le convertirían en una persona patética. Y que viva lo que le quede y disfrute de lo que le da y le ha dado la vida.

Y ¿qué le da y ha dado la vida? El don de la dirección de orquesta y con el mismo una profesión que le permite vivir bien. Unos padres que hicieron lo posible, en el mundo pobre y sin libertades que les tocó en suerte, porque ese don le llevase de un barrio periférico de Madrid, donde se quedaron atrapados sus amigos gracias a las drogas, a lo más alto. Un marido que le quiere. Un reconocimiento social e internacional a su labor profesional, a veces sesgado o condicionado por la oportunidad política, es decir, pública, de su orientación sexual.
Vale ¿y qué? Él se sigue muriendo. Eso no le salva de saber que en breve va a perderlo todo. Una cuenta atrás que pone en riesgo el paso del citado Rubicón de grabar La Patética y la posteridad artística. Una posteridad que es lo que les queda a los que piensan que más allá de la vida no hay nada.
Menos mal que allí está el ángel de la guarda de Tchaikovsky para indicarle lo que de verdad importa en ese mundo de dolor y pérdida. Y facilitarle dejar atrás la banalidad del mundo. Centrarse, como dicen con frecuencia los personajes de Chéjov, en trabajar y trabajar, y, como mucho, soñar con ir a la metrópoli, ir a Moscú. Ciudad a la que ha sido invitado para tocar La patética en el concierto de clausura del prestigioso Concurso Internacional Tchaikovsky, con una de las mejores orquestas del mundo, y ante Putin, uno de los peores dirigentes del mundo que representa todo lo que no le gusta. Una invitación que llega en un mundo en guerra que tiene vetada a Rusia y su presidente por amenaza e invasor de Ucrania.
Este último es un aspecto importante. El de la actualidad. Porque es una obra que sucede en el presente más inmediato. De tal forma que permite poner en escena los conflictos emocionales e intelectuales de las sociedades actuales y las personas que las forman.

¿Se puede amar lo ruso y condenar a Rusia, su presidente y la estructura de poder que lo mantiene? ¿Se puede ser artista y posicionarse política y públicamente o el arte es algo puro? ¿Cómo vivir? Y, ¿cómo morir? ¿Cómo amar? ¿Y qué se le puede pedir a las personas que se aman? ¿Y a la familia? ¿A los padres? Incluso, ¿qué se puede pedir a esa industria cultural y las profesiones creadas a su alrededor, como la de la crítica, hoy en día?
Suena complejo. Pero estamos hablando de Miguel del Arco. Él no ataca nada de esto desde lo sesudo. Ni hace un ensayo lleno de palabros. Como hombre de teatro va a lo concreto. Al gesto y la palabra. Al momento preciso que permite contarlo de una manera que al espectador le entra por la vista, el ojo y, si fuera posible, por el tacto. Y aunque tocar físicamente al espectador, de alguna manera, el público desde la butaca siente el abrazo y se siente abrazado. Ese abrazo que recibe en los momentos terminales Pedro (¿le habrá puesto este nombre al personaje en homenaje a Pedro Almodóvar?) Berriel, el protagonista de la obra.
Un trabajo de precisión que no podría hacer sin el elenco que tiene. Sin ese otro kamikaze que es Israel Elejalde, casi siempre en escena, junto al menos conocido Jesús Noguero, al que esta obra le debería dar la popularidad suficiente para que se le vea más en escena. Entre los dos, como Pedro y Tchaikovsky, respectivamente, mantienen el complejo trayecto anímico que supone esta obra. Convertidos en condición necesaria, pero no suficiente.

Ya que esta obra no sería posible sin el resto del elenco. Sin el resto de los cuatro actores y una actriz que les acompañan y que igual son capaces de interpretar a un crítico, como a una cantante de ópera, como a un médico, como a Putin. Capaces, por ejemplo, de interpretar a una soprano que recuerda mucho a Anna Netrebko y, sin cambiarse, convertirse en una madre del popular y pobre barrio Carabanchel antes de su gentrificación. Como ser capaz de interpretar a Putin y, de nuevo sin cambiarse, convertirse en el padre emocionalmente afásico del protagonista. Ideas de del Arco que ellos saben llevar al escenario con la calidad y calidez que se les ha solicitado.
Un escenario que es un insonorizado estudio de grabación. Un lugar dedicado a la creación artística. Una especie de cocoon en el que encerrarse para dedicarse a eso tan puro que es el arte. Pero que se quiera o no, siempre está intervenido por la vida que atraviesa paredes para ensuciar y situar al arte y al artista en un contexto. Que el arte es algo más terrenal. Más concreto. Más cercano. Más divertido. Más vital. Menos trágico. Menos serio. Menos All that jazz de Bob Fosse, y más comedia del Siglo de Oro ¿No me creen? Vayan a ver La patética al Teatro Valle-Inclán.