La laicidad retardada de los españoles
Es curioso pero revelador: la oposición conservadora, que hunde sus raíces más profundas en el franquismo, ha aprovechado la muerte del Papa Francisco para criticar con saña a Pedro Sánchez por no haber acudido al entierro del Pontífice.

Es curioso pero revelador: la oposición conservadora, que hunde sus raíces más profundas en el franquismo, ha aprovechado la muerte del Papa Francisco para criticar con saña a Pedro Sánchez por no haber acudido al entierro del Pontífice. Si se piensa que, con la inexorable autorización de Pedro Sánchez, la delegación española al entierro del Papa argentino ha estado formada por el jefe del Estado, la reina, las dos vicepresidentes del gobierno, el ministro de justicia y el jefe de la oposición, será difícil reprimir la carcajada por el impune exceso verbal de la derecha, que ya ha perdido el pudor en este asunto. Si por ella fuera, los secretarios generales conservadores aún entrarían bajo palio en las catedrales.
Nuestra Constitución, que como se sabe fue el fruto de múltiples equilibrios, no siempre fáciles de mantener, reconoce en su artículo 16 el hecho religioso, que tendrá que ser gestionado por los poderes públicos, y garantiza la libertad “ideológica, religiosa y de culto”. Además, ordena al Estado cooperar con la Iglesia Católica y las demás confesiones. Asimismo, consagra la aconfesionalidad al afirmar que “ninguna confesión tendrá carácter estatal”. Con esta norma, no puede quizá decirse que nos hemos dotado de un verdadero “estado laico”, como los franceses o los norteamericanos, pero sí que disfrutamos, como es natural en democracia, de una plena aconfesionalidad: el estado ha de dar facilidades a los creyentes para que vivan pacíficamente sus convicciones, pero no puede alinearse con ninguna de ellas ni renunciar a los criterios laicos de racionalidad que le impone el modelo democrático.
Sucede además que los acuerdos actuales con la Santa Sede, que sustituyen el Concordato de 1953 que consagraba el ’nacionalcatolicismo’, son de dudosa constitucionalidad. Como es conocido, fueron firmados el 3 de enero de 1979, cuatro días después del 29 de diciembre de 1978, fecha en que la Carta Magna entró vigor con la publicación ese día en el BOE. Es obvio que las negociaciones fueron anteriores a esta fecha, lo que explicaría su debilidad jurídica. Para mayor escarnio, los cuatro acuerdos vinculantes estuvieron precedidos por otro firmado el 28 de julio de 1976, por el que se adjudicaba al rey Juan Carlos I el nombramiento del vicario general castrense con la graduación de general de división. Medieval parece la disposición.
Los acuerdos fueron cuatro: sobre Asuntos Jurídicos, sobre Enseñanza y Asuntos Culturales, sobre asistencia religiosa a las Fuerzas Armadas y el servicio militar de clérigos y religiosos, y sobre Asuntos Económicos. El simple enunciado del tercer acuerdo da idea del gran anacronismo. Y los restantes chirrían en un Estado moderno, en el que no cabe, por ejemplo, que el Estado se comprometa a regular la libertad de expresión en los medios de comunicación para no herir la sensibilidad de los católicos (art. XIV del segundo acuerdo). No cabe duda de que estos acuerdos han de ser revisados para asegurar la plena constitucionalidad de los que resulten de la reflexión conjunta y no disuenen de lo que cree y piensa la opinión pública.
Sucede además que la religiosidad de este país está francamente en baja, y a gran velocidad. Así lo explica Neus Tomàs en un artículo todavía caliente: la Fundación Ferrer i Guàrdia presenta cada año un estudio sobre la laicidad en España. En el de 2024, el porcentaje de personas que declararon tener adscripciones de “conciencia no religiosa” (agnóstico, indiferente/no creyente y ateo) se situó en el 41,5%, el porcentaje más alto de la serie histórica (en 1980, esta cifra era solo del 8,5%). Y otro dato destacado que ayuda a entender la evolución: el incremento de la irreligiosidad ha sido de más de 17 puntos porcentuales desde 2017 hasta 2023. Por edades, los datos aún son más llamativos: el 59,9% de las personas de entre 18 y 34 años se declara atea, agnóstica o indiferente. Esta misma posición también la manifiestan, por primera vez, más de la mitad de los españoles de entre 35 y 44 años.
Por comunidades, en Catalunya (51,3%) y Euskadi (51%) son mayoría los ciudadanos que se identifican con opciones no religiosas. Madrid y las Illes Balears vana continuación en el ranking. En el otro extremo se sitúan Ceuta y Melilla, que tienen más de un 70% de personas que se consideran religiosas, seguidas de Extremadura (68,3%) y Castilla-La Mancha (66,9%). Parece que el desarrollo sienta mal a la religiosidad.
Así las cosas, es difícil de entender cierta condescendencia del gobierno actual —una alianza entre el socialismo y la izquierda radical—, que no solo no muestra intención alguna de revisar los referidos acuerdos, sino que en casos de chirriante conflicto entre las posiciones clericales y laicas no adopta la posición correcta. El caso de Cuelgamuros, por ejemplo, resulta llamativo. El que fuera símbolo gigantesco y monstruoso de la dictadura, construido por presos políticos condenados a trabajos forzados, seguirá siendo, si alguien no lo remedia, residencia de la misma organización religiosa que dio gustosamente albergue a los restos del “caudillo”.
La convivencia es siempre ardua, y nunca son excesivos la tolerancia y el respeto. Pero casi cincuenta años después, ya va siendo hora de que la laicidad se abra paso en este país, dando empuje al pluralismo ideológico y postergando definitivamente la intransigencia de todos los colores.