Cuando la democracia levanta la voz
En determinadas ocasiones la democracia debe alzar la voz para defender su serenidad. No para imponer silencios, sino para señalar los límites.

Hay momentos en los que la democracia, para defender su serenidad, debe alzar la voz. No para imponer silencios, sino para poner límites. Para recordar que el pluralismo no es un caos sin ley, ni la libertad de expresión un pasaporte para el acoso. Esta semana, el Congreso de los Diputados ha decidido hacer precisamente eso: defender su dignidad institucional y la de quienes, dentro de ella, trabajan para informar con rigor a la ciudadanía.
Lo hemos hecho promoviendo una reforma del Reglamento de la Cámara que establece normas claras y sanciones proporcionales contra quienes, camuflados tras una acreditación de prensa, pretendan convertir el espacio parlamentario en un teatro de provocación y descrédito. No hablamos de medios incómodos, ni de periodistas críticos. Hablamos activistas con micrófono, de aspirantes a influencers que han confundido el periodismo con la emboscada y el derecho a preguntar con el derecho a humillar.
Lo cierto es que la reforma no nace del capricho ni de un exceso de celo. Es una respuesta institucional ante una situación que ha alcanzado niveles inaceptables. Durante esta legislatura, hemos visto cómo ciertos activistas disfrazados de informadores han insultado a diputados y diputadas, amenazado a periodistas y perturbado el funcionamiento de ruedas de prensa. A menudo amplifican estas acciones en redes sociales, convirtiendo la sede de la soberanía popular en un plató de agitación con audiencias radicalizadas. La escena más elocuente ocurrió hace unas semanas: más de ochenta periodistas, de medios ideológicamente diversos, leyeron un manifiesto en la Puerta de los Leones del Congreso para denunciar lo que no debería ocurrir en ningún lugar, y mucho menos en el corazón de la democracia.
La reforma, impulsada por el PSOE, Sumar, ERC, Junts, EH Bildu, PNV, CC y BNG, establece tres niveles de infracción —leves, graves y muy graves—, con sanciones que oscilan entre diez días y seis años de suspensión de la acreditación. Entre las conductas sancionables: interrumpir conferencias de prensa, grabar en espacios no autorizados, acceder a zonas restringidas, o —las más graves— proferir insultos y atentar contra la dignidad de diputados y profesionales de la información. La Mesa del Congreso será quien imponga, en su caso, estas sanciones, tras la tramitación de un expediente y previo informe de un Consejo Consultivo de Comunicación que contará con representantes de asociaciones de periodistas.
Se trata de una reforma ponderada, garantista y profundamente democrática. Porque no se limita a establecer sanciones: también crea un marco institucional para proteger el derecho a la información, sin interferencias ni amenazas. Como dejó escrito David Remnick, editor de ‘The New Yorker’, “el periodismo no es una trinchera desde la que disparar sin pensar, sino un servicio cívico”. Esta reforma parte exactamente de esa premisa: quien quiere servir a la ciudadanía informando debe hacerlo dentro de unas reglas compartidas. Y quien instrumentaliza la prensa para socavar las instituciones no es un reportero: es un operador de ruido con disfraz de periodista.
Cabe preguntarse por qué PP y Vox han decidido no suscribir esta iniciativa, a pesar de que la reclamaban desde hace tiempo colectivos profesionales como la Asociación de Periodistas Parlamentarios (APP). La respuesta está en su incomodidad crónica con la idea de trazar límites. El Partido Popular prefiere la ambigüedad: denuncia el ruido en sus comunicados, pero se resiste a intervenir cuando el ruido le resulta útil. Vox, por su parte, ni siquiera simula incomodidad: su modelo es el desorden, su estrategia la provocación continua, y su relación con la prensa, estrictamente instrumental.
Pero la democracia no se sostiene sobre la indiferencia ni florece en el todo vale. Tiene que saber dibujar sus contornos, marcar su perímetro. Decidir, con claridad pero sin estridencias, entre lo que construye y lo que degrada; entre la crítica legítima y el acoso sistemático; entre el periodismo libre y una estrategia de agitación camuflada. Porque cuando el espacio compartido se llena de ruido tóxico, el debate se desfigura, la representación se deslegitima y la ciudadanía —que observa con distancia creciente— empieza a no confiar en nada ni en nadie.
Y cuando la confianza se evapora, lo que queda no es libertad, sino escepticismo paralizante. Una sociedad que ya no distingue el dato del bulo, el disenso del hostigamiento o el informador del provocador profesional, acaba atrapada en una niebla espesa donde la verdad no tiene suelo firme. Por eso, esta reforma no es sólo un acto de orden: es un acto de claridad democrática, de higiene cívica y de respeto institucional.
Desde el Grupo Parlamentario Socialista defendemos esta reforma con convicción serena porque protege. No porque calle voces, sino porque preserva la posibilidad de que sean escuchadas sin amenazas. No porque blinde el poder, sino porque garantiza que el poder se ejerza en condiciones de respeto y verdad.
La tramitación de esta reforma es un paso firme hacia una democracia más habitable, menos ruidosa y más exigente con quien agrede bajo el disfraz de la palabra libre. Una forma de recordar que el Congreso no está para amplificar la bronca, sino para canalizar el pluralismo. Que no es una caja de resonancia para trolls, sino una institución al servicio de la deliberación pública, de la ciudadanía crítica y del país que queremos construir para que nuestra democracia siga avanzando.
Por Joaquín Martínez Salmerón, portavoz adjunto del Grupo Parlamentario Socialista en la Comisión de Reglamento del Congreso y diputado por Murcia. El HuffPost no se hace responsable de las opiniones de nuestros colaboradores.